Muchos ciudadanos vascos se indignaron al oír decir a la presidenta del Parlamento de Gasteiz, Arantza Quiroga, que aquellos que buscan recuperar la memoria de lo ocurrido durante el franquismo tan sólo pretenden «transmitir su odio» a las generaciones venideras. Esa indignación se acrecentó al saber que poco después de hacer esa declaración Quiroga asistiría, impasible, a los actos de conmemoración del bombardeo de Gernika. El autor se hace eco de este suceso y recupera pequeñas historias que muestran el gran odio que desplegaron los vencedores para con los vencidos. Un legado de auténtico odio que llega hasta nuestros días y contra el que las «hijas e hijos del fuego de Gernika» deben rebelarse.
Cuanto más pequeño es el corazón, más odio alberga», afirmó Victor Hugo. Imagino minúsculo el corazón de Arantza Quiroga, presidenta del Parlamento de Gasteiz, ya que tuvo la osadía de lanzar a las ondas un mensaje lacerante pocas horas antes de desplazarse a Gernika con motivo del homenaje anual a las víctimas del bombardeo del 26 de abril de 1937, que destruyó la villa y costó la vida de, al menos, 120 personas. Sus palabras sonaban a provocación: «Me rebelo ante estas personas que quieren trasladarnos sus odios a nuestra generación. Los jóvenes nos tenemos que rebelar ante eso». Esta rebelde de nuevo cuño se refería al debate abierto acerca de la impunidad franquista.
Una vuelta rápida por el pasado reciente, flashback poco frecuente por estos pagos, nos servirá para ubicar las huellas del rencor en Euskal Herria por encima de las llamadas a la rebeldía de la parlamentaria irunesa del PP. El discurso del primer alcalde franquista de Bilbo tras la ocupación de la ciudad, José María de Areilza, en 1937 fue revelador: «La razón de la sangre derramada por Vizcaya es otra vez un trozo de España por pura y simple conquista militar. (…) Ha triunfado la España una, grande y libre: es decir, la España de la Falange Tradicionalista. Ha caído vencida, aniquilada para siempre, esa horrible pesadilla siniestra y atroz que se llamaba Euzkadi». Después de matar a seis mil vascos en las cunetas, de provocar el éxodo de decenas de miles de refugiados, llegó también la hora de la rapiña, de las grandes y pequeñas venganzas, ésas que sólo el odio puede explicar.
Zumaia, año 1937. La prometida de un preso de la localidad recurrió a la madre de éste para interceder ante el boticario del pueblo. Según le hicieron saber, un simple certificado expedido por él sería suficiente para que sacaran del campo de trabajo de Zaragoza a su hijo, con la cadera afectada por las heridas recibidas en el frente y el maltrato sufrido en la cárcel de Vigo; además, vivía consumido por los trabajos forzados que realizaba en aquel centro de internamiento. La madre se acercó a la farmacia del susodicho, pero éste le dijo que esperara sentada en un banco hasta que tuviera un momento para prestarle atención. Se pasó la mañana dispensando medicamentos, leyendo el periódico, bostezando, y al mediodía, cerró su local y marchó a casa sin tan siquiera dirigir la mirada a la mujer que aguardaba a la puerta de su negocio.
Pese a los mensajes conciliadores del régimen transcurridos veinticinco años del alzamiento fascista («25 años de Paz»), no había tregua para los represaliados tras la guerra. Lorenzo Sarasola, de Deba, es un ejemplo dramático para ilustrar ese ensañamiento. Encarcelado en múltiples ocasiones tras el final de la contienda, se exilió, pero, enfermo de cáncer, decidió regresar años más tarde. Fue, con todo, encarcelado durante siete días, y su estado se agravó, hasta tal punto que falleció a los pocos días de regresar a su hogar, el 28 de marzo de 1961.
A las seis de la madrugada del día 15 de mayo de 1975, un fuerte contingente de la Guardia Civil rodeó una vivienda de la calle Señorío de Vizcaya de Gernika. Presumían que en su interior se escondían varios militantes de ETA. Llamaron a la puerta y, nada más abrirse ésta, acribillaron a Iñaki Garai, fontanero de 53 años, en la misma puerta del dormitorio, que resultó muerto de forma instantánea. Tras la descarga, Blanca Salegi, de 42 años, corrió a abrazarse al cuerpo de su marido, mientras gritaba «¡no me matéis!» a los guardias civiles que se arremolinaban en su casa. En medio de sus gritos, una única detonación impuso el silencio. La mataron a sangre fría. Al percatarse de la encerrona, los dos militantes de ETA saltaron por la ventana abriendo fuego. En el tiroteo murió un sargento de la Guardia Civil, resultando herido Jesús María Markiegi, uno de los militantes huidos.
Maltrecho, huyó como pudo cruzando el río y se escondió en el caserío Mendieta, perteneciente a la localidad de Ajangiz. Pero a los pocos minutos, un pelotón de guardias civiles guiados por perros sitió la casa. Aunque Markiegi se escondió en una caseta cercana, ello no le libró de la muerte. Con los brazos en alto, recibió a bocajarro más de cuarenta disparos que desmadejaron su cuerpo. Por órdenes expresas del jefe operativo, teniente Pose, su cuerpo desnudo permaneció expuesto durante horas, apenas tapado con un plástico transparente entre las zarzas de las cercanías del cuartel de Gernika. Todo ello ocurrió en el último estado de excepción franquista, pero la web de Rodolfo Ares incluye a las tres víctimas no uniformadas en el apéndice de criminales cuyo recuerdo es preciso borrar.
A finales del verano de 2002 los militantes de ETA, Hodei Galarraga y Egoitz Gurrutxaga murieron como consecuencia de una explosión en el interior de su vehículo. Al parecer, estaban manipulando un artefacto que estalló de forma inesperada. Una anónima patrulla de la Ertzaintza depositó días más tarde un objeto a las puertas de la Herriko Taberna de la calle Ronda, en el Casco Viejo de Bilbo. Cuando un grupo de jóvenes le quitó el envoltorio, descubrieron que contenía un pedazo de carne…, al que habían adherido la foto de Hodei Galarraga, único fallecido que estaba identificado a aquellas horas. Unos días más tarde, salían a la luz los diarios de un ertzaina que aludía en estos términos a la muerte de Hodei y Egoitz: «Qué pena que sólo fueran dos terroristas, cuando en un Ford Fiesta caben cinco».
Me pregunto si existe punto de comparación posible entre el odio que destilan estas actitudes y la tradicional serenidad de ánimo con la que las familias y compañeros de militancia de las víctimas de la violencia de los estados han afrontado su dolor. En una ponencia presentada ante la Comisión de Derechos Humanos del parlamento de Gasteiz en 1999, los familiares de esas personas fallecidas reflexionaba así: «La actividad de ETA y otras organizaciones armadas ha ocasionado damnificados y perjudicados. ¿Alguien lo negaría? Nosotros sabemos que esas personas existen y no podemos negar su dolor y sufrimiento. Pero tan innegable como lo anterior es que la violencia de los estados ha ocasionado otros miles de, en ese sentido, víctimas. Entre ellas, nuestros familiares. (…) Se dice que la sociedad tiene una gran deuda para con las víctimas. Nosotros no somos acreedores de nada ni de nadie. A nosotros nadie nos debe nada». Concluían aquel documento poniendo el dedo en la llaga: «No puede tirarse por la ventana el sufrimiento de tantos años. La única posibilidad es la que consiste en una solución democrática para siempre, si no queremos que nuestros descendientes pasen por donde nosotros hemos pasado, si no queremos que quienes perdieron ayer a su padre o a su madre pierdan mañana a sus hijos. Como dice la canción, que no se haya vertido la sangre de nuestros hombres y mujeres en balde. Un nuevo punto de partida que se apoye en la capacidad de decisión de Euskal Herria: ésa es la única deuda que este Pueblo tiene consigo mismo».
Ahora que el cadáver jurídico de Garzón pasa frente a nuestra puerta, cuando la izquierda abertzale transita un nuevo y esperanzador camino, la rebeldía pasa por hacer memoria y exigir justicia. Precisamente por eso, por perseverar, nos odian. Al fin y al cabo, somos hijas e hijos del fuego de Gernika.