En 1986, en plena campaña de los GAL y de persecución policial de refugiados, el Gobierno francés deportó a su compañero Alfonso Etxegarai a Ecuador. ¿Qué supuso aquello en sus vidas?
Yo estaba locamente enamorada; aquello fue terrible, te arrancan la persona que más quieres. Supuso también que el compromiso político se hiciera más sólido. Yo creo que a todos los que tienen familiares represaliados les pasa esto en algún momento: te obliga a localizarte mejor en esta trinchera, progresivamente. Al principio crees que puedes hacer que vuelva, pero muy rápidamente ves que esto está muy pensado, muy programado por el enemigo… Finalmente, el enemigo es más enemigo que nunca.
Yo siempre cuido mucho de no entrar en la espiral del odio porque me come la cabeza; trato más bien de entender cómo funcionan esas cosas y de preservarme, de poder vivir. Creo que puedes ayudar a esos represaliados viviendo lo más normal posible. Cuando yo misma estaba en la cárcel, lo que más me hacía sufrir era ver a mi familia herida. Cuando quieres ayudar al represaliado es importante demostrarle que no le exiges que vuelva para ser feliz tú, enseñarle que la vida sigue. Esto es muy importante también, no sólo la vida militante. Cuando vuelva no va a ser lo mismo que antes porque esto evoluciona. Yo trato de actuar como si estuviera conmigo siempre. También la integración en el grupo que los defiende es mayor y más profunda en ti.
¿Cómo recuerda el secuestro y tortura de Alfonso en Ecuador?
Fue terrible. Nos habíamos casado en el Registro Civil de Quito porque pensábamos que yo, siendo su esposa, tendría más peso para hacer algo desde el exterior. Presentíamos la desaparición, no sé por qué… El mismo día de la boda, un policía vino a buscarme a casa para meterme en un avión cuanto antes. En el viaje de vuelta me desapareció la maleta.
Durante mi estancia en Ecuador –dos o tres meses– estábamos rodeados de cosas muy turbias. Sentíamos que nos querían involucrar con el grupo armado “Alfaro vive, carajo”. Yo creo que los que robaron la maleta habían montado la desaparición como si fueran los de “Alfaro”. Esperaban alguna prueba, pero no había.
Cuando llegué a Baiona, un refugiado me dijo que [el industrial secuestrado por ETA Juan Pedro] Guzmán había sido liberado y que Ardanza había dicho que era gracias a la colaboración ciudadana. Llamé a Alfonso para darle la noticia y fue cuando vi que no podía hablar, que lloraba… Enseguida me vino a la cabeza: “¿Te han torturado?” “Sí”… –me dijo – , pero no podía hablar, estaba llorando al teléfono. Así fue como nos enteramos. Le habían dejado responder al teléfono para no levantar sospechas. Aquel momento, buffff.…
No se me cayó el cielo encima; pensé “hay que hacer algo”. Entonces el reflejo militante es que eso debe saberse. Me dirigí directamente a “Egin” para que lo publicaran. Creo que esas cosas te salvan de alguna forma. Acaso no en el sentido de que te devuelven la libertad, pero a la persona que es víctima le permite ser agente de su propia vida. Ya no eres más un objeto, te vuelves a humanizar.
Luego llegó la deportación a Sao Tomé, donde permanece desde hace 23 años. ¿Se han sentido solos u olvidados alguna vez?
No, olvidados nunca nos hemos sentido. Hemos lamentado que no haya habido una especie de frente de deportados. Dentro de las organizaciones de apoyo a nuestras víctimas siempre se ha considerado que los deportados “legales” –aunque no haya ley– estaban en el mismo paquete que los exiliados. Es el imaginario. Nuestro movimiento ha considerado que todos los que están en otro continente eran lo mismo. Y yo creo que es una pena porque podríamos haber tenido una rentabilidad política mayor denunciando esta figura de la deportación, enviados sin juicios. Es una arbitrariedad total, es un acto de prepotencia de los estados y nunca lo hemos denunciado bien. Creo que habríamos podido encontrar foros que nos escucharan.
¿Qué es lo peor de la deportación?
Estar arrancado de tu país. Al menos en el caso de Alfonso… Lo peor de la deportación es como lo peor de la cárcel; creo que no son las condiciones materiales, aunque sean malas, es estar arrancado, no tener derecho a estar con los tuyos, a actuar con los tuyos… Yo creo que es eso. Para Alfonso es eso. Es una vida que no ha elegido, es una vida que no acepta. En el caso de Alfonso, y voy a decir nuestro también, hay algunas cosas positivas: entendemos mucho mejor el subdesarrollo.
Usted también vive la mitad del año en Sao Tomé… ¿Eso le ha descubierto alguna realidad nueva?
Claro. Durante diez años he trabajado los meses que estaba allí. La deportación supuso entre Alfonso y yo un momento de crisis: ¿Qué hacemos? ¿Seguimos juntos? Si seguimos juntos –me decía Alfonso – , yo quiero que vivas aquí… Si no, nos separamos, no guardamos una relación de pareja con un mes de vacaciones y cartas. Entonces yo dije que volvería dos veces al año a nuestro país. Me encontró en la oficina de Naciones Unidas en Sao Tomé un trabajo con contratos de cuatro meses. Era una especie de secretaria del jefe de Naciones Unidas allá. Ganaba bien y estaba en el meollo de la cuestión de la ayuda al subdesarrollo. Me sirvió para ver que todo es una puta mierda, pero no hay más. Esa gente está en un sistema que no explota a los pobres, explota la pobreza. Es un fondo de comercio y la ayuda al subdesarrollo es el artículo que venden. Pero nunca hay un resultado. Es el neocolonialismo. F.